Argumentos y libretos de óperas

“Pagliacci” de Ruggero Leoncavallo

Pocas óperas cuentan con un tema que se origine en una vivencia directa de sus autores. Por los días de su niñez en Montalto Uffugo -un pequeño pueblo de Calabria donde su padre ejercía como juez-, Leoncavallo tuvo una experiencia de la que no se olvidó jamás.

Años más tarde y en la cima de la celebridad, evocó aquello que lo tuvo por testigo y que no es más que el punto de partida de Pagliacci:

El día de la fiesta, hormigueaba una multitud variopinta en pintorescos trajes locales, entre los que brillaban los dorados y los rojos de las mujeres de S. Benedetto Mano. Las chaquetas resplandecían de botones de acero y se ceñían a las cinturas con fajas coloreadas, los cabellos a la calabresa, ricos en cintas de terciopelo que revoloteaba. Eran mujeres sensuales, con el seno exuberante y flancos robustos entre puntillas blancas y tejidos de colores intensos, algunas agitando alegremente y con estrépito enormes panderetas pintadas. Y por todas partes las gaitas, cornamusas y cennamelle (aclaración: instrumento de viento que produce su sonido mediante la vibración de la doble caña que tiene por boquilla).

Un año hacían bella exhibición, sobre el callejón que lleva al Santuario, los carros de los saltimbanquis. Estos tenían sus representaciones al aire libre a las 23 horas, esto es después del ocaso: una hora propicia para estar al aire libre, porque el sol ya se había ido pero la luz aún persistía.

Los espectadores venían por cientos, entre los cuales éramos asiduos yo y mi hermano. El espectáculo nos divertía mucho, naturalmente, y al mismo Gaetano (se refiere a Gaetano Scavello, empleado doméstico de la familia Leoncavallo) le resultaba oportuno llevarnos, porque se había enamorado, y con suerte, de una bella mujer de la troupe de saltimbanquis. Pero el marido, el payaso de la compañía, había sospechado y desde hacía varios días vigilaba a la infiel; hasta que la noche de la fiesta de mezzagosto, durante una de las típicas representaciones con Arlequín y Colombina, mientras la mujer estaba en escena, buscó entre sus vestidos y encontró una nota que Gaetano había tenido la imprudencia de enviarle.

El payaso, buen calabrés, no supo contenerse y apenas bajado el telón, atacó a su mujer con un cuchillo y le cortó la garganta, sin que la infeliz haya tenido ni tiempo de gritar. Nadie, entre la multitud, se dio cuenta de nada, ni siquiera entre los mismos comediantes.

El homicida, con una frialdad espantosa, limpió el cuchillo, se lavó las manos, se puso un saco sobre el vestuario blanco, cambió el sombrero de payaso por uno común, salió y abriéndose paso entre los espectadores se acercó hacia nosotros. Le habló a Gaetano con una sonrisa fría que no olvidaré jamás.

‘Ven: ¡tengo que contarte una curiosidad!’

El otro se levantó y lo siguió hacia las barracas. El payaso lo tomó del brazo con familiaridad, según la costumbre porque se habían hecho amigos en esos pocos días, pero, arribado al ingreso de la barraca que hacía de escenario, Gaetano se desplomó atravesado por el mismo cuchillo que poco antes había ultimado a su amante.

El asesino fue juzgado por mi padre, que le impuso veinte años de reclusión por segundo homicidio, por entender que un hombre, que había tenido la calma como para lavar sus manos y el cuchillo, había procedido con perfecta premeditación y no por el impulso pasional del momento.

El condenado, que después supe que se llama Giovanni D’Alessandro, cumplió su pena y regresó a una vida honesta, y se sorprendió al saber que recibía largos aplausos en escena con el nombre de Canio, gracias a aquel mismo muchacho que se había quedado aterrorizado, por el inesperado y trágico final del pobre Gaetano”.

Relato de Ruggero Leoncavallo reproducido por Claudio Ratier en Las óperas – Compositores y obras desde el siglo XVII hasta el siglo XX, p. 416. Buenos Aires, Editores Argentinos, 2019.

Claudio Ratier. Las óperas – Compositores y obras desde el siglo XVII hasta el siglo XX
 

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